-¡Peor que peor! -observó Julián-. Cuando se cometen crímenes deben cometerse por lo menos con placer. Es el único atractivo que veo en el crimen, lo único que puede atenuar su fealdad, ya que justificarlo es, a mi entender, imposible.
Matilde, olvidando las conveniencias, se había colocado casi entre Altamira y Julián. Su hermano, que le daba el brazo, habituado a obedecerla, miraba a los que bailaban y simulaba que se veía detenido por las muchedumbres.
-Tiene usted razón -asintió Altamira-. Hoy se obra sin placer, y no se guarda memoria de nada, ni siquiera de los crímenes. Me sería fácil designar diez de las personas que llenan estos salones que podrían ser condenados como asesinos. Lo han olvidado ellos mismos, y tampoco lo recuerda el mundo. Se conmueven muchos, llegan hasta verter lágrimas, si un perro suyo se rompe una pata. En el Père-Lachaise, al arrojar flores sobre sus tumbas, como dicen con tanta gracia en París, pronuncian discrusos para convencer a todos de que los muertos atesoraban las virtudes de los caballeros de pro, y se recuerdan las altas hazañas llevadas a cabo por sus bisabuelos, que vivieron en tiempos de Enrique IV... Si, amigo mío, pese a los buenos oficios del príncipe de Araceli, no me han ahorcado todavía, y si consigo disfrutar de mi fortuna en París, tendré el gusto de hacer comer a usted en compañía de ocho o diez asesinos honrados y sin remordimientos. En la comida, usted y yo seremos los únicos que tendremos las manos limpias de sangre; pero a mí me despreciarán, me odiarán como a monstruo sanguinario y jacobino, y a usted le despreciarán también, sencillamente porque es un hombre del pueblo, un intruso que no merece alternar con tan buena compañía.
Diálogo entre Julián Sorel y el conde de Altamira en Rojo y Negro, inlcuido en Obras Inmortales.
Autor: Stendhal.
Traducción: Carlos Rivas y Gregorio La Fuerza
Editorial: Editorial EDAF S.A., 1999.
Páginas: 359 y 360.
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